Escribo este largo artículo para aquellos jóvenes que deseen dedicarse a esto.
Sabor propio o influencias mental sensitivas…
Bueno, depende…
Desde luego, intentar que nunca sean por modas los condicionamientos miméticos externos, a la hora del análisis intrínseco e introspectivo.
Con ello fomentamos nuestra mejor arma de trabajo, el criterio.
Decía el Príncipe, nuestro añorado Joaquín Merino, que es lo más importante después del talento, y yo no voy a contradecir a uno de mis grande maestros.
Algo difícil, lo del criterio, y como los jóvenes suelen decir es un «auténtico tostón» el hablar de cosas intangibles, como son las ideas o sensaciones que no se pueden ver, tocar o medir por unos parámetros físicos.
Los intangibles.
Y no es nada somático hablar del SABOR en y por sí, sin más, como sentido. Lo que puede aburrir a muchos, pero me atrevo a hacerlo y, si puedo, explicarles lo que sobre ello pienso.
En el año 2016, leí un artículo titulado: «La gran farsa del gourmet: el sabor no importa» (* enlace al final) que después de leído, con atención, lo guardé y me dio pie a recapacitar en ello ya que sobre este tema hay mucho que hablar.
El artículo, más seudocientífico que preciso u objetivo, nos muestra que nuestro cerebro, juzga o estima un alimento, mucho más a través de los sentidos y nuestra memoria cultural de malo-bueno o asco-gusto, referencias personales, experiencia empírica, que tienen más fuerza, en nosotros mismos, que el puro sabor abstracto del producto o plato en ese preciso momento y lugar.
Creo que es verdad en su inmensa mayoría, pero desde la cabecera a frases del texto, generalizan, mencionan a los catadores como avezados y experimentados gourmets, y en eso ya no estoy tan seguro.
Estimo que esto pueda ser o intenté serlo siempre así, al menos de forma mayoritaria, pues aunque está claro que para las personas normales, de todo el mundo, los prejuicios, positivos o negativos, son los que mandan a la hora de los gustos culinarios.
Por ejemplo la caída del consumo de la casquería se debe entre otras razones a la falta de habitud de ella en las cocinas domésticas de hoy, por el ‘asco’ que les da a los urbanitas españoles, más a las féminas, de clase media, las vísceras; o la repulsión a los camarones, gambas o langostinos con cabeza en los Estado Unidos; o a la leche animal en China y casi todo Extremo Oriente. No en la India primer consumidor mundial con mucho.
Y es que desde que Doris Day convirtió en barbys huecas, pijas y tontas a las amas de casa estadounidenses, y a millones de occidentales del primer mundo, desde la caja tinta, o desde Walt Disney perturbó los cerebros de millones de niños, dando habla y personalidad seudohumana a los animales y el pacifismo virulento activo, postVietnam, se apropió de muchas cabezas adolescentes, se consiguió una sociedad urbana externa y lejana al verdadero mundo rural…
Las entrañas (efecto Doris Day), asaduras, vísceras del animal y cirres de él se olvidaron o peor se repudiaron.
En este moderno mundo cosmopolita, tan «cool» y «trendy», solo se comería el 25 % o menos del animal (si no fuera por las hamburguesas, salchichas, albóndigas, etc..) solo se comerían las chuletas, el solomillo y las paletas y/o patas.
Otro ejemplo (efecto Walt Disney) es el de las ricas, naturales, ecológicas carnes de caza tanto de pelo o pluma, que se dejan de consumir, por pena del animal, no por la repulsión de aspecto o sabor ya que ya las desconocen. Apenas hay puestos o productos de caza en los lineales de los supermercados y carniceros y polleros hace lustros que no las ofrecen. Hoy se cuentan con los dedos de la mano, en una ciudad grande, los especialistas en carnes de caza.
En resumen que la inmensa mayoría de los ciudadanos normales comen lo que creen y la inmensa mayoría de las veces no diferencian los sabores y texturas de los alimentos y se guían por lo poco que leen y ven. De ahí lo de «gato por liebre».
No es raro la chica, joven adolescente, o chico, que hasta abandonar su casa o vivir el mundo, en la treintena, en que empieza a comer más de todo, pero salen del hogar paterno con un «analfabetismo», culinario, nutricional y gastronómico general, con un conocimiento de no más de cien «cosas» de comer o cincuenta, si llegan, recetas, que les gusten y apenas conocen lo que son y a lo que saben las cosas.
Me recuerdan, en tópico, a lo de la niña en los setenta, que en el colegio cuando la maestra pregunta si saben ¿de dónde salen las lentejas? comenta, toda contenta, «señorita, señorita, yo lo sé…del cajón de la cocina», pues eso.
De aquellos lodos estos barros.
Y de eso saben bastante los fabricantes y publicitarios, y de lo que, desgraciadamente, muchas veces abusan.
El glutamato omnipresente y azúcares de malísima calidad son culpables en mucha parte de este estropicio. Afortunadamente estos últimos años hemos empezado a concienciarnos como consumidores y gracias a libros, como el de Miguel Ángel Almodóvar, sobre los daños del exceso de azúcar, entre otros reaccionamos ante estos canallescos abusos.
En todo eso de acuerdo, pero para mí que el verdadero gourmet, el probador, el catador, al que se le solicita y se le respeta su opinión, es el que siente esa curiosidad innata, más parecido lo que ahora llaman «foodie», por descubrir nuevas sensaciones a través de la alimentación, que es audaz y atrevido en su inmensa mayoría, que ha estado en cientos de lugares y ha hecho horas de gimnasia gustativa para enriquecer esas referencias vitales que le aportan la experiencia.
Lo mismo, los gastrónomos de alma, vocación y profesión tampoco están entre esos catadores estadísticos, yo me siento así y en mis 41 años, de mi trabajo en la gastronomía, me he visto obligado a comer cosas que en apariencia, extrañeza o prejuicio, no comería ni pediría pero que sé asociar a otros sabores y sensaciones interpretables por los ciudadanos comunes.
Hemos comido, los profesionales de esto, cosas también para nosotros raras, como insectos, gusanos, alacranes o escorpiones, moluscos increíbles y amorfos, hormigas, ojos, frutas, reptiles, vísceras, etc y al catarlas y a la hora de dictaminar nuestra opinión intentamos sobreponer la sensación pura, abstracta, del sabor principalmente y asociarlo, siempre, a lo que nos evoca.
Al menos sabemos a que saben o recuerdan.
Conocemos que son las diferentes culturas locales, regionales, nacionales y no olvidemos las familiares, las que formaron y diferencian nuestros gustos y la aceptabilidad, agrado o repulsa, sobre un alimento crudo o cocinado pero hay que superarlas y hacer aquello de:
«Allá donde fueres, haz lo vieres…»,
Si los autóctonos nacionales o indígenas del lugar lo comen es porque se puede comer.
Esto, claro, es probarlo, analizarlo y no tiene porque gustarte aunque esté bueno para otros. (En mi caso y como ejemplo no pudo con los baos, mas entiendo que gustan).
No, la mayoría de las veces no la volveríamos a pedir, pues superado el esfuerzo mental y físico, volitivo, de su cata profesional, pervive el atávico cultural de rechazo, como fue el caso de los escorpiones, los gusanos, el lagarto, la boa…
Pocas veces me ha pasado que uno de estos productos me han cautivado, pero los ha habido, por ejemplo el picoroco chileno, el clamato o la tortuga y en su día el sashimi.
Por otro lado tampoco el consumidor civil está tan desentrenado, los hay portentos del olor, del sabor, pero al no tener o conocer referencias no puede explicar o identificar sus sensaciones.
Ahora, no creo que, entre probar a ciegas jamón de york (cocido), roastbeef y ternera deshidratada, la gente normal no diferencie entre los tres alimentos, todo el mundo tiene mínimas referencias y aunque no sepa decir a qué sabe su tacto, gusto y olfato separan los tres alimentos.
El sabor si existe, claro que es una sensación personal y química, cada uno es distinto, pero existen parámetros de similitud enormes, comunes y aceptadas por la sociedad. Salado, picante, sabroso, dulce, amargo, todo es relativo pero se habla, se comenta, para el público en general.
Por eso cuando juzgo un plato o producto, me retraigo a esas normas, consideradas comunes, relegando mi propio nivel de mesura y gusto personal, aunque suele estar muy cerca.
Otra habilidad es saber poder, contarlo y reflejarlo de una forma entendible, amena y que guste. Pero eso es de otro gimnasio y da para otra perorata
Pensar o titular que «el sabor no importa», es una exageración para alarmar y llamar la atención. Un craso error. Todo el mundo sabe si le gusta una cosa (si la prueba) es el gusto personal, lo importante
Existen los sabores, si, aunque el mundo y la vida moderna los aúnan, suavizan, capan de intensidad, igualan y muchas veces acaban por homogeneizar y olvidar los auténticos.
En fin les dejo los enlaces con el artículo de marras.
Y perdón por el tostón…
Rafael Rincón JM, 2019
*LA GRAN FARSA DEL GOURMET: EL SABOR NO IMPORTA
por Jorge Benítez Montañés
LEER EN: http://www.elmundo.es/papel/futuro/2016/10/10/57fb6e32268e3ece628b45b5.html