LO QUE COMÍAN LOS MADRILEÑOS EL 2 DE MAYO DE 1808

por Celso Vázquez

De las gachas a las migas, nada de carne y menos de pescado, si acaso de río, para unos madrileños que, con el estómago casi vacío, tuvieron que enfrentrarse en batalla contra las tropas invencibles del emperador Napoleón I.

Quizá lo hicieron porque no tenían mucho que perder. No tenían nada, muchos lo puesto. Los madrileños sufrían una secular miseria y el hambre campeaba a lo ancho y largo del decadente reino.

Mucha hambre, eso es lo que abundaba en aquel Madrid. Antes y después de la invasión de las tropas napoleónicas.

Pero con todo, y aunque a algunos les doliera el alma y el estómago, no dudaron, con un par, en hacer frente al invasor gabacho. Unos la mayoría con la pandorga, tripas, vacía. Y eso que  algunos desesperados comían hasta la cal de las paredes ya que se decía que aquello, aunque no les alimentaba, les ponía algo dentro y les reducía considerablemente los dolores de los retortijones de la gazuza.

Así era la comida por doquier y en la Villa y Corte, al menos a principios de aquel triste y convulsivo siglo XIX, que comenzaba, y lo era tanto en las mesas de la escasa clase media burguesa, comerciantes y artesanos preindustriales  como en las más sencillas del pobre pueblo llano. Ni que decir tiene de la masa harapienta de vagabundos, pícaros e inválidos sin casa ni mesa.

Pero aguantaban callados por una costumbre ancestral de respeto a nobles y monarquía hasta que los Murat, Dupont, Sena o Grouchy, cuando quisieron llevarse a Francia, desde el Palacio Real, a los infantes de España, el tontina del rey Carlos IV y su heredero, el felón de, Fernando, luego VII, ya estaban retenidos allí, para traerles un nuevo monarca, José Bonaparte, ‘Pepe Botella’, y entonces les tocaron sus narices y solo imantados por patriotas activos atacaron a las tropas gabachas de granaderos, cora eros y mamelucos, comenzó el alzamiento y la guerra de Independencia, de la rada por un bando de un valiente y sencillo alcalde de un poblachón cercano, Móstoles, don Andrés Torrejón, y en pocas horas los valientes madrileños, hartos de sus pesares, miserias y hambrientos estallaron y salieron a la calle a defender su tierra, su rey, su patria y su identidad nacional, lo único que tenían.

Ese coraje, valentía ciega y sentido nacional le hicieron decir al emperador galo, Napoleón, vencido, al final de esa guerra:

       «Los españoles todos se comportaron como un solo hombre de honor. Enfoqué mal el asunto ese; la inmoralidad debió resultar demasiado patente; la injusticia demasiado cínica y todo ello harto malo, puesto que he sucumbido.»

Eran días revueltos en ese Madrid castizo donde heroínas populares como Clara del Rey o Manuela Malasaña y  militares de carrera, gallardos, como Daoiz, Ruiz o Velarde empezaban a  pasar a la historia como héroes en el levantamiento del 2 de Mayo de 1808.

Pero también había que comer y en la capital del reino había dos formas de comer claramente definidas. La decadente y opulenta nobleza, mucha afrancesado y otra vetusta y castizos, optaba por lujosos manjares, ostras y otros mariscos, caza, carnes nobles, frutas y verduras y confitería delicada, en verdadera opulencia, mientras que el pueblo llano apenas tenía sus platos tradicionales, los afortunados con escudillas de algún huevo y despojos como mollejas, callos o judías, y algunos, con sopas bobas de ajo o pan o chupando la sustancia de los huesos hasta mondarlis o migajas del ‘pan de pobres’, sucedáneo de burdas harinas de cereales y vaya usted a saber. Cosas que no podrían hacerse hoy mismo tal cual, por estar prohibidos.

Del otro lado, del lado francés tampoco la cosa estaba mucho mejor. Mejor sí, pero no demasiado. La clave en todos los ejércitos, desde la antigüedad, era que las tropas tuvieran alimentos para tener fuerza al entrar en batalla. Los franceses, tan lejos de las líneas de aprovisionamiento lo solventaban con asaltos a ventas y granjas. Respecto a sus jefes… cabe pensar que sería más de lo mismo. Las ostras, langosta, salmón, lenguado, foie de oca e incluso la becada, todo tan francés, ni lo olerían. Para empezar, estaban a más de 400 kilómetros del mar, para acabar, ni en Francia podrían pagárselo.

Sobre cómo y qué se comía en España, degustaba la aristocracia opulenta y zampaba el pueblo llano, el gran investigador especialista, el maestro, Miguel Ángel Almodóvar, que comisario en el año 2010 un menú especial en varios restaurantes madrileños que se llamó «1808», nos dice:

         «Hay una cocina que no tarda en llegar a la corte española y a las mesas de los palacios de Medinacelli,  Osuna-Benavente o Liria. Aparecen nuevos y delicados productos como las ostras, la langosta, el salmón, el lenguado, el foie de oca o la becada, y mil y una maneras diferentes y sofisticadas de cocinarlos», 

Almodóvar, también tiene claro lo que comían los madrileños de la calle:

   «…mollejas, callos, judías estofadas, olla de distintos pelajes, pescados ceciales y amojamados de toda índole, sopas de ajo y de vino, gachas, chorizos de a mordisco, migas y escabeches tabernarios, aunque, poco a poco, la civilidad y aperturismo de la nueva cocina francesa empieza a calar hacia las profundidades de los estratos sociales».

Estos son algunos de los platos que se servían cada día en 1808 en las mesas de ricos y pobres en Madrid.

Migas del Santo

Los días de suerte y festivos, en ese Madrid, antes poblacho manchego, si se podía se comían migas de pan con uvas en setiembre y octubre, algo de matanza, ajos, aceite y poco más. 

No hay referencias ciertas escritas de sus ingredientes en la Villa y Corte, pero siendo la capital un antiguo pueblo limítrofe manchego y dadas sus vegas del Alberche, Manzanares, Henares, Jarama y Tajo, es de imaginar que pudieron ser una herencia campesina de labriegos, agricultores y viticultores como lo fue su patrón, San Isidro labrador.

Gachas de Grabieles Sigiladas

Este plato fue el alimento básico de los madrileños durante los años de hambruna que siguieron al levantamiento de 1808. Era, muchas veces, lo único que se llevaban a la boca y consiguió en más de una casa y de dos, salvar a sus vecinos de una muerte segura.

En aquella época se hacían con harina de almortas o titos, un alimento que se prohibió en 1967 para el consumo humano porque era bastante tóxico y provocaba enfermedades neurotóxicas que afectaban a la movilidad y degeneraban los huesos y los cartílagos.

Se llaman sigiladas porque eran como eran «selladas», siguiendo la misma tradición que con los búcaros de arcilla que ingerían las damas de la corte madrileña para conseguir estar más pálidas. Esta bucarofagia, como se conocía el hábito, hacía que los alfareros crearan las vasijas con especias, saborizantes y perfumes para que fueran más fáciles de comer.

Ronda de pan y huevo

Fue otro alimento muy popular puesto que se trataba de un trozo de pan con dos huevos duros, si había suerte, encima. Una especie de bagels que se solían repartir en los conventos y centros religiosos para paliar el hambre de los más necesitados.

Chorizo del Tío Rico

El chorizo era un alimento muy deseado por los madrileños para poner a su mesa o de tapa cuando tomaban un vino. El mejor de la época era el de El Choricero de Candelario, en Salamanca, que ofreció su producto al rey Carlos IV en una cacería y desde entonces se convirtió en el proveedor oficial de palacio.

Escabeche de la taberna

Era uno de los platos más típicos de los bares madrileños de la época que se ha mantenido en la tradición de comer estos escabeches en las tabernas de toda la vida. En los hogares más pobres se hacía con peces del río, lo que salía, y en las casas con más posibles se optaba por especies de temporada como la caballa, un clásico, o la bacaladilla y el jurel.

Gigote de la pradera

Era la cazuela más famosa que los madrileños llevaban para merendar y disfrutar de la famosa pradera de San Isidro. En realidad se trata de un guiso frío de carne en el que cabe casi de todo: cordero o conejo era lo más habitual pero hasta si apuras, también pollo o cerdo. Se acompañaba de cebolla, vino tinto, vinagre, especias como la pimienta, el clavo o el jengibre, y también azúcar, canela y pan tostado. Una variedad de las sopas de ajo pero con carne y mucho sabor.

Callos

Si nos preguntamos por un plato típicamente madrileño seguro que nos vienen a la cabeza los callos. Ya a finales del siglo XVI se habla de esta comida típica de la capital, pero es cierto que a principios del XIX es cuando se convierten en uno de los alimentos más populares. Así que no es de extrañar que días antes de tener que coger las armas contra los franceses, muchos madrileños optaran por comerse una buena ración de callos e ir calientes y con potencia a la guerra.

La hambruna

La cruel, y en parte civil, Guerra de la Independencia, en sus cuatro años, 1808-1812, originó en muchos lugares y en especial a las ciudades, Madrid a la cabeza de ellas, a una situación perentoria de hambruna terrible, dramática, que llevó al populacho a asaltar y saquear almacenes, colmados y graneros y hasta se quemaron campos.

Prueba de ello es que en 1811, la capital ya empezó a sufrir esos letales estragos por la falta de alimentos y no era raro encontrar cadáveres famélicos como aparecen en algunos de las imágenes que aparecen en «Los desastres de la Guerra de Francisco de Goya».

Los datos que se registraron por muertes de hambre en menos de 11 meses, fueron de al menos 20.000 vecinos madrileños, fallecidos por inanición. Una consecuencia más de la dureza de la guerra de 1808 de la que no siempre se habla en estas celebraciones.

Rafael Rincón JM

con datos de C. S. en El Español y Miranda Valliniello en La Razón.

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