«¿El queso se ha gourmetizado?
¿Es el queso local un producto sólo para momentos excepcionales?
Una reflexión sobre cultura quesera
En España existen más de ciento cincuenta tipos de queso. Cada terruño tiene un queso que lo representa, un estandarte lácteo, orgullo local envuelto en historia. Y sin embargo, la mayoría de nosotros los desconoce aunque viva a tan solo trescientos kilómetros del lugar de su producción.
El quesito en cuestión, primoroso y de leche cruda de alguna raza de cabra u oveja autóctona es objeto de culto tan solo para unos pocos vecinos y sibaritas que lo sacan en romería más allá de sus fronteras una vez al año para ir al concurso de turno. Vuelve con la efímera gloria de una medalla en tal o cual categoría y, tras ello, se vuelve a ocultar en su cueva.
En los hogares españoles y en la restauración apenas se consumen las variedades locales más allá de algún manchego que nos acompaña imperturbable en el bocata matinal.
La realidad diaria de este país de quesos es desoladora. En los hogares españoles y en la restauración pública apenas se consumen las variedades locales más allá de algún manchego que nos acompaña imperturbable en el bocata matinal o el tapeo desde los ochenta, cuando íbamos a Andorra a por el queso de bola holandés.
En la mayoría de los establecimientos de ticket medio, los más funcionales y concurridos, el queso es uno de los alimentos menos presentes en las cartas y los menús diarios y, cuando lo hace, su aparición se limita a una ensalada de rulo de cabra, burrata o mozzarellas de ínfima calidad dejando en el olvido las infinitas posibilidades de este alimento ancestral.
O, lo que es peor, convirtiéndolo en un alimento de lujo destinado a los restaurantes estrellados y establecimientos especializados.
Como ocurre con tantos otros alimentos artesanales en nuestro país, las campañas de márqueting y divulgación de los quesos patrios parecen haber conseguido un efecto contrario al que se perseguía.
El consumidor de medios especializados en gastronomía sabe que existen quesos premiados a nivel nacional o internacional, ferias que se repiten anualmente, como la del queso de Trujillo, en Cáceres o la de Sant Ermengol, en Lleida; que las noticias de usar y tirar le empujan a hacer un click más sobre un día rebautizado como el “día del queso” o que la tarta de queso al estilo vasco ha hecho furor en las redes sociales con su fundente y erótico interior.
Todo anunciado a bombo y platillo, como espectáculo folklórico turístico, notición de relleno para alegrar programas de entretenimiento con pinceladas de interés pseudocultural, pero que, a la postre, no dejan tras de sí más que una anécdota simpática y la consiguiente aureola de alimento para “momentos excepcionales”.
El alimento más consumido desde tiempos ancestrales, junto con el pan y el vino, se ha gourmetizado, lo hemos compartimentado espacial y temporalmente para incentivar puntualmente la economía de un municipio o posar de modelo en tablas y carros exquisitos donde, dicho sea de paso, la mitad de los quesos que se exponen son de factura internacional.
La cultura quesera de este país, pese a los esfuerzos que me constan de buenos profesionales, es nula en la práctica. Nos ganan por goleada países como Francia, Suiza e Italia que han impuesto sus iconos queseros en el imaginario lácteo de los gourmets desde hace décadas y a los que solo se puede hacer frente con menos eslóganes y más distribución real de las joyas queseras que encierra cada terruño de este país.
De poco sirve enaltecer un ‘Afuega’l pitu’ asturiano, una torta de La Serena extremeña o un queso de cabra majorero canario si los consumidores que estamos a menos de mil kilómetros no podemos acceder a ellos a no ser que utilicemos webs de compra online, para lo cual el productor necesita una logística complicada a la que no todos los artesanos pueden acceder, más un profundo conocimiento del mundo de los quesos españoles por parte del consumidor que sigue codeándose en los lineales con un ‘tête de moine’ suizo o un ‘stilton’ inglés que le son mucho más ajenos territorial y culturalmente.
El sistema de venta directa y canales cortos de distribución es una asignatura pendiente en este país. Y un drama para los pequeños elaboradores que no pueden dar salida a sus productos más que en contadas ocasiones, ferias puntuales o contar con el mecenazgo de un restaurante estrellado que compre su producción y exhiba sus quesos en carritos cual pasarela del lujo y la exquisitez sostenible.
Para el consumidor corriente y moliente sólo quedan las migajas de un semiqueso escaso de leche y sobrado de plástico en el lineal del supermercado. Por cierto, mucho más caro en la práctica que un queso entero y de calidad, ya que parte del precio a pagar por el sucedáneo recae en el packaging, la publicidad y el corte previo de las “cómodas lonchas”.
Como sucede con otros productos de nuestro territorio, es muy lamentable que el queso de pastor —que es así como debería llamarse un queso artesano con garantías de calidad y trazabilidad— se sostenga únicamente gracias a la iniciativa de algunos consumidores «concienciados” (nivel adquisitivo y de formación alto que les permite un activismo alimentario en favor del alimento de proximidad) cuando sería relativamente fácil poner en marcha estructuras de distribución y etiquetaje al modo de los ‘eusko label’ (productos de caserío en Eukadi) para que el consumidor los encuentre en todo tipo de mercados y establecimientos.
O, lo más deseable, el modelo de ‘produit fermier’ francés que consiste en pequeños mercados —habituales, no esporádicos— de productores locales donde ellos mismos ponen a la venta sus elaboraciones sin intermediarios.
Al margen de este asunto crucial, es obvio que los cocineros mediáticos y los que no lo son tanto juegan un papel fundamental a la hora de la divulgación.
Las infames ensaladas de burratas deberían estar penalizadas porque copan la oferta de restauración en lugares donde cualquier ‘quesuco pasiego’ o ‘recuit catalán’ les superarían con creces en sabor y calidad.
Las tartas de queso, si insistimos en ponerlas, deberían indicar el nombre del queso y del productor, igual que ocurre con los vinos, aunque tenemos otras opciones igualmente válidas en nuestro recetario para consumir queso de postre en nuestro país como la carne de membrillo con queso de vaca gallego Arzúa-Ulloa, el ‘flaó ibicenco’ o los típicos ‘pastissets’ de requesón de Tortosa y cercanías, por nombrar tan solo tres postres sencillos y tradicionales.
El queso no debería ser tan solo un producto premium para momentos excepcionales como la Navidad.
Como ocurre con los embutidos, son reservas de proteínas de primerísima calidad que pueden completar algunas recetas —en sopas, pastas, tartas saladas, ensaladas, verduras, carnes— o sustituir a otras proteínas de origen animal en cualquier momento.
Un buen pan, un trozo de queso y unas nueces son una merienda o una cena perfecta que cualquier dietista avalaría frente a la barbarie del bollo industrial, amén de las elaboraciones con quesos que las culturas mediterráneas como la griega o la italiana —los mayores consumidores— nos han legado y que forman parte también de nuestro patrimonio, el que se desvanece poco a poco arrastrando tras de sí la labor de los artesanos de la comida».
de Inés Butrón Sastre, escritora, periodista y profesora de Historia de la gastronomía en huleymantel.com