Sensual y sabroso comentario sobre un gran romance entre literatos, La Bazán y Galdós, un buen plato de ostras y su receta…en un bonito e interesante relato, literario y ameno, con curiosa receta de ostras escabechadas, de nuestro amigo escritor filocampestre, Ramón J. Soria Breña, que solo leerlo despierta apetitos, entre ellos el de comer esos apetitosos moluscos de la receta.
«OSTRAS ESCABECHADAS»
Cuando éramos paleolíticos devorábamos más raíces que conejos, comíamos más ostras que chuletas a la brasa en la cueva. Comer ostras era siempre más fácil que pinchar a un mamut con un palito afilado o perseguir a un uro cabreado o cazar a una ardilla de una pedrada.
Éramos cazadores, pero sobre todo recolectores oportunistas de aquellos alimentos que eran fáciles de encontrar y atrapar. Las costas estaban llenas de abundante marisco: caracoles, almejas, lapas, ostras cuyo cocinado no requería tener un título del Cordón Bleu sino un puñal de sílex, quizá unas brasas y sobre todo hambre.
Luego leemos los empachos de Brillat-Savarin y sus colegas, las docenas y docenas de ostras que se “jincaban” para desayunar y nos asombra su facilidad devoradora y sus buenas digestiones.
Se abren unas ostras grandes, mejor quince o veinte o treinta. Ya que se pone uno, la práctica lo es todo y abrir sus conchas siempre tiene cierto peligro de morir desangrado por un desliz del cuchillo.
Yo tengo una Opinel diseñada para este arte, pero vale cualquier cuchillo corto, con punta y buen mango. Secamos los cuerpecillos con un paño, las rebozamos con una buena harina de maíz y las freímos en abundante y caliente aceite en el que antes hemos dorado unos dientes de ajo fileteados. Con un minuto vale.
Las ostras en los mercados de la costa eran baratas, otra cosa era querer llevarlas hasta Yuste, de pozo de hielo en pozo de hielo y por la noche, para que el pirado de Carlos I, y quinto, se consolase tragando unas docenas con cerveza caliente.
O que en ciudades alejadas de la costa llegasen vivas y no convertidas ya en una bomba podrida y tóxica. Luego el transporte fue mejorando y se convirtieron en una moda aristocrática por el burdo rumor de ser afrodisiacas.
La burguesía o la plebe con posibles quiso imitar el gusto, el erotismo venusino, y se disparó su precio. La demanda de ese nuevo mercado o moda y las enormes salinas abandonadas disponibles propiciaron el crecimiento de la ostricultura en Francia, en el siglo XVIII.
Y así hasta hoy, que comer ostras es casi asequible en cualquier parte del mundo.
Pero antes de los aviones, las cámaras frigoríficas y el master chef, había gente aficionada al bicho tierra adentro o momentos en los que a uno no le apetecía andar en la intemperie en invierno y con alta marejada, con el culo al aire, rapiñando unas cuantas ostras en un acantilado peligroso, así que inventamos como conservarlas para comerlas luego cualquier día, ya sabes, el bendito escabeche.
Con esa maravilla vinagrosa y milagrosa se pueden conservar unos barbos de río, unas perdices quijotescas, tres cuñados pesados y unas ostras gallegas o normandas como las que tengo ahí y que se comieron mis amigos.
Doña Emilia era una mujer admirable, una escritora estupenda y una cocinera fina que además escribió dos libracos culinarios que tengo en esa librería de la cocina y uso mucho. Se titula uno “la cocina española moderna” y el otro “la cocina española antigua”, para qué andarse con rodeos o títulos ridículos.
Los gilipollas de la Academia de la Lengua de entonces no quisieron admitirla y hasta uno la insultó diciendo que su culo gordo no cabría en el sillón letrado. Alguien que no sepa apreciar el culo generoso de una señora o es un simple o un imbécil.
Por suerte su amigo Benito siempre supo apreciar su anatomía y aún más su inteligencia. Leer su correspondencia amorosa nos enseña mucho de todo eso del deseo y sus placeres en tiempos del satisfyer y el porno online. Galdós y la Bazán se amaban, se admiraban y eran capaces de comerse dos docenas de ostras escabechadas y luego echar un polvo en uno de esos simones capotados saltando por el imposible adoquinado del Madrid del XIX. Los admiro.
Tras sacar las ostras de la sartén pasamos el aceite por una manga de tela para limpiarlo de grumillos harineros y pochamos en esa grasa una cebolla, un puerro y dos zanahorias cortados en juliana, un puñadín de pimienta negra en grano y dos hojas de laurel. Añadimos entonces un vaso de vino blanco y otro vaso de vinagre suave, dejamos cocer a fuego lento hasta que se evapore el alcohol, probamos el punto de sal, acidez y al gusto podemos suavizar este escabeche con una cucharada de azúcar. Añadimos entonces las ostras, los ajos fritos y las dejamos infusionar ahí, a fuego lentísimo cinco minutos, retiramos la sartén del fuego y las dejamos enfriar ahí sumergidas uno o dos días
¿Sería esta la receta de Doña Emilia que se quemó en el pazo de Meirás junto con mil papeles preciosos?
Ramon J Soria
Notas del autor.
Ramón J. Soria Breña. Jarandilla de la Vera (1965) Escritor y antropólogo.
«Durante treinta años he trabajado como consultor de mercados especializado en los cambiantes hábitos alimenticios de la sociedad española. Hago gastronomía política en el semanario CTXT.es, en revistas de sociología, de pesca y de caza, la Cadena Ser y Canal +… Pero mi oficio más permanente ha sido el de padre, pescador, glotón y “viajero de ríos”».
Partes de Guerra. Ed. de la Luna Libros (2019)
La mejores recetas Caza y Pesca. Martínez-Roca (2019)
El barco caníbal. Ediciones del Viento (2018)
Los Ríos Salvajes. Varasek Editores (2018)
Los dientes del corazón. Ed. Baile del Sol (2015)